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HNO. LUPERTO

Nombre Civil: César Clemente Di Virgilio.

Fecha de Nacimiento: 25/12/1896.

Lugar de Nacimiento: San Gregorio de Sássola — Provincia de Roma — Departamento De Tívoli — Italia.

Fecha de Profesión: 20/12/1913.

Fecha de Defunsión: 25/12/1939.

Estable 1896 – 1939.
Nacimiento: 25/12/1896 — San Gregorio de Sássola — Provincia de Roma — Departamento De Tívoli — Italia.
25/04/1912: Llega a Buenos Aires.
20/12/1913: Primeros Votos.
20/12/1918: Profesión Perpetua.
01/01/1931: Voto de Estabilidad.
Actuación: San Vicente (La Plata), Buenos Aires, Luján, Mendoza, Champagnat.
1928: Gran Noviciado.
Director en Mendoza, Luján y Mar del Plata.
1939: Villa San José.
Se le declara la enfermedad: uremia.
Fallecimiento: +25/12/1939 — 42 Años.

César Clemente Di Virgilio nace en San Gregorio de Sássola, Provincia de Roma, Departamento De Tívoli, el 25/12/1896. Su padre, que es guardia, se llama Domingo, y la madre, Adelaida Iannilli. Cursa escuela en su pueblo, y continúa en el Juniorado de Mondoví.
El 30 de marzo de 1912 sale de Ventimiglia hacia Barcelona, y se embarca en abril de 1912. Es un grupo de 14 entre Hermanos y Juniores. Desembarcan el 25, fecha en que inicia su Postulantado. Votos temporales: el 20 de diciembre de 1913, y profesión perpetua el 20/12/1918. Voto de estabilidad el 1/1/1931. Fue breve el tiempo de Escolasticado.

En la vida docente se manifestó enseguida su aptitud. Actuó en la Escuela S.Vicente (La Plata) como Celador/ hasta enero de 1915; profesor en el homónimo de calle Lorea/1915; Luján colegio hasta enero de 1921; en Mendoza/1921 – 1923; Champagnat/ 1924 – 1927; Grugliasco, Noviciado Mayor, hasta agosto de 1928; breve estadía en la Editorial, hasta enero de 1929; Director en Mendoza/ 1929 – 1934; Luján, mismo cargo, 1935 – 1937; Mar del Plata/ misma función, pero sólo hasta mayo de 1938. Por su enfermedad es trasladado a Casa de la Sgda. Familia.
Parece mejorar, y asume un cargo en la Editorial H.M.E. A mediados de enero 1939 en Villa San José toma algunas horas en el Escolasticado,y hace correcciones de preimpresos de HME, sin dejar de prestar colaboraciones ocasionales en la casa de formación. Se ha hecho notar su buen gusto para dar solemnidad a las fiestas patrias. Pero el progreso de la uremia era persistente. Un Mes de María cuya composición iniciara antes de su enfermedad, fue terminado por el Hno. Septimio, gran apoyo y compañía todo el tiempo.
El 6 de agosto, domingo, arrastrándose, participó en la Eucaristía por última vez, y cayó en cama para no levantarse más: “Estoy aplastado, ya no me levantaré de esta cama.” Fueron 140 días, consta por el H. Septimio. (Para esta crónica, ver Nota**, al final de esta vida.)

El 9, miércoles, se le dio el diagnóstico médico: deshauciado. El mismo día en que el H. Françoîs Dominique había sufrido una hemiplejía. Sus últimos meses fueron de un sufrimiento atroz, tanto por los dolores de la enfermedad como por los paliativos que se le procuraban. Por ejemplo, el médico recetó drenajes. En carne viva le clavaban agujas, del calibre de las que se usan para tejer bolsas de arpillera. Seis cánulas gruesas introducidas primero en sus pies y luego en las manos.
Eran días de extraordinario sufrir, de crucifixión. No se le escapó ni una queja, ni dejó traslucir en su rostro un asomo de acritud. Además, los acometimientos que le producían estados próximos a la asfixia eran penosísimos. Un achaque abrumador y fatigoso. Muchas noches sin dormir, y los últimos diez días de vida hubo de quedar sentado en la cama, sin acostarse.

Tuvo dos graves ataques de asfixia: 21 y 24 de septiembre. Éste se inició a las dos y media de la madrugada y duró hasta las nueve de la noche (sic). Como en las punciones, volvió a ser edificante por su invariable paciencia y espíritu de piedad. Respiraba artificialmente. A las 17:30, contrariamente a la garantía dada por el farmacéutico, se agotó el tambor de oxígeno. Se acudió precipitadamente en busca de otro, en medio de una lluvia torrencial. Fue así como debió respirar forzadamente en el lapso de una hora, apenas ayudado por abanicamiento, con el poco aire que eso le suministraba.
Citamos: “Su cuerpo llegó a ser un retablo de sufrimientos. Los males se sucedían y se complicaban sin tregua. Su enfermedad resultó una verdadera antología de achaques. Todos los aceptaba con idéntico espíritu. Comentaba a veces: < El Señor me envía tantos dolores porque yo no era capaz de imponerme por mí mismo las penitencias que merecía.>“

El mismo Hermano hace constar su exquisito agradecimiento ante los menores favores que se le prodigaban, y su más absoluta resignación, “ echándose con ternura en los brazos de Dios, Nuestro Señor. “ Quiso que le leyera y releyera aquel delicado capítulo “In Manus tuas”, del libro “La oración de todos los momentos,” del Padre Charles.”
Lo que el mismo H.S. nos aporta sobre la piedad de nuestro enfermo, su amor a Nuestra Señora, su devoción a San José y al Padre Champagnat, sus referencias a la preparación de los niños a la Primera Comunión, etc., merecería ser transcripto, sólo que el espacio no da. Por eso remitimos al lector a la crónica que publicó en nuestra “Ecos de Familia”, según referencias que constan al pie.
A partir del 14 de diciembre ya no pudo acostarse. Se sentaba, ora en la cama, ora en el sillón. La hinchazón de sus piernas aumentó desmesuradamente, de tal forma que no le era posible servirse para nada de ellas. Cualquier movimiento lo sumía en el mayor cansancio.

Es 24 de diciembre de 1939. A las 21, el H.S. le puso la última inyección. Y narra textualmente: “ Pidió comulgar después de la Misa del Gallo, advirtiéndole el P. Capellán que tuviera la intención de hacerlo como Viático. Me reiteraba su deseo de morir esta noche. Pocos minutos antes de la Misa del Gallo lo visita otra vez el Rdo. Hno. Provincial, en esos momentos parecía dormir. Fui a comulgar y asistí a la llamada Misa de la Aurora. Cuando regresé a disponer todo para la Comunión del querido enfermo, se me anticipó con estas palabras: ”Por esta vez no me rece los actos. Me voy a entretener solo con el Niño Jesús.” Recibe la Sgda. Eucaristía, acto en el que ofician de monaguillos los juniores Pastor Diez y Lucio Miguel, a quienes correspondía el turno de asistentes litúrgicos. El segundo dejó el Instituto años después.
A las 3:15 vino a remplazar al H. Septimio el H. Pablo Rafael, Director del Escolasticado. 10 minutos después, se sintió mal, pidió ser recostado, juntó las manos y exclamó en voz alta: “En tus manos, Señor, entrego mi espíritu.” Vino el Padre Capellán, lo bendijo. Se llamó al Hno. Valero, Pvcial., al H. Director de la Casa y al Hno. Mariano. Volvió a hablar: “ Recen, Hermanos, recen.” Se inició el rosario. Al llegar al 3er. misterio, El Nacimiento de Jesús en Belén, esbozó un leve gesto “para detenernos con entera tranquilidad”, se despidió de los Hermanos que rodeaban su lecho. A las 4:30: “¡Qué largo es morir!“, dicho 4 veces. A las 6:30, al toque de la campana para la comunidad, en voz semiapagada dio el Laudetur. Fue contestado por el H. Pvcial., que lo velaba. A las 6:50, los presentes rezan la Salve. Sus palabras postreras fueron:
“Señor, hágase vuestra voluntad, hágase vuestra voluntad.” Recogieron su último suspiro los Hermanos Pablo Rafael y Eladio Angel (Julián Diez.). Su fallecimiento se produjo como al toque del Angelus en la campana de la Villa, a las 7.30 del día de Navidad, 25 de diciembre, en el que completaba el año 42 de su vida, y a los 27 de vida marista en nuestro Distrito y Provincia.

Nota ** Para los cinco meses de enfermedad y tránsito del Hno. Luperto, se puede acudir a la crónica del Hno. Septimio, de la cual estas líneas son apenas somera extracción y resumen. Para ello, puede verse la revista “ECOS DE FAMILIA”, Tomo 1932 – 1941; Año 1940; Número de Marzo; Página 439 – 444. Seguramente ha sido el Hermano que, en nuestra Provincia, más ha estado atado físicamente a la Cruz de Cristo en sus últimos meses de vida. Eso sí, con una inefable unión al misterio de nuestra Redención.

Ecos de Familia, abril 1926, pág. 3 col. 2: “NUEVAS DEL HOGAR. Nuestros libros. Merced a los diligentes y meritorios esfuerzos del Hno. Luperto, el texto de Geografía (2º libro), ha sido ampliamente corregido y aumentado. Esperamos poder librarlo de un momento a otro a la imprenta. (…) Es ya un hecho la aprobación del texto de Geografía para las escuelas de la Provincia de Buenos Aires y su recomendación para las de la Capital. El Hno. Victorino no llevaba ya la cuenta de los trabajos y molestias que esa gestión le iba ocasionando; pero al fin el éxito coronó su esfuerzo.”
EdF., octubre 1926, pág. 29 col.2: “NdH. Nuestros libros. Acaba de salir de los talleres corregido y aumentado, la segunda edición del texto de Geografía H. M. E., para uso de los grados de enseñanza primaria superior. Elmeritorio trabajo que se confiara a la dedicación y cuidado del H. Luperto merecerá sin duda aprecio, pues no se ha escatimado esfuerzos para dejar el libro al día, introduciendo, además, útiles y oportunas modificaciones. Su aprobación por la Dirección de Escuelas de la Provincia de Buenos Aires nos permite abrigar la esperanza de verlo adoptado como texto en numerosos establecimientos.”

EdF., noviembre 1927, pág. 23 col. 1: “NdH. Candidatos al segundo noviciado. Han sido designados para iniciar los ejercicios del segundo noviciado que se abrirán el 20 de enero próximo, los HH. José Antonio, Luperto y Expedito,venidos al país en 1911, el primero, y en 1912 los dos últimos. Lleguen hasta ellos nuestras expresivas felicitaciones.”

EdF., agosto 1938, pág. 393 (Ilustramos: en misma página se encuentra el alumnado de nuestros colegios: va en página siguiente.) Consta en el ejemplar de abril de ese año, pág. 388 (nómina de la Provincia), que su misión era la de Director del Instituto Peralta Ramos. Recordemos que el hábito inalienable de esa época unía en un mismo Hermano la función de Superior de la Comunidad y Director del establecimiento. Leemos: “NdH. ENFERMOS. Ha decrecido su número, por lo menos el de los graves. Actualmente son de cuidado los HH. Luperto y Víctor Florentino. Ambos han estado hospitalizados un tiempo y la mejoría ha sido sensible. Esperamos que para el año venidero podrán estar en condiciones de llenar su cometido con la dedicación de siempre.”

EdF., diciembre 1938, pág. 400: “NdH. Enfermos. Siguen de algún cuidado los Hermanos Luperto y Víctor Florentino; el primero en la Sagrada Familia y el segundo en Mar del Plata.”
EdF., julio 1939, pág. 425 col. 2. Su salud ya no le permite continuar en cargos de colegio, y nos lo encontramos integrando la comunidad de Villa San José. Lo separan sólo unos cinco meses hasta su dichoso – aunque muy sufrido – tránsito. “Nuestros libros. El querido Hno. Luperto, en sus ratos libres, va repasando el SEGUNDO LIBRO DE LECTURA, pues hará falta el próximo curso.”
EdF, setiembre 1939, pág. 431, col. 1: “NUESTROS ENFERMOS. Con edificante resignación llevan la cruz del sufrimiento nuestros queridos enfermos… los HH. Luperto y… en la Villa San José.” En el número de diciembre de ese año, misma página,se afirma: “Nuestros cuatro enfermos graves siguen probados por la cruz; son muy edificantes y el Señor debe recibir complacido la resignación admirable de los pacientes y los actos de religiosa abnegación de los caritativos Hermanos que los atienden.” Se los identifica sin dificultad: los Hermanos Víctor Florentino, Luperto y François Dominique. El postulante, sin lugar a dudas, es el mismo que figura como fallecido en La Plata el 9 de febrero de 1940, Hno. Joaquín Di Meo: pronunció sus primeros votos in articulo mortis, y era postulante en setiembre del ’39, internado en La Plata.

EdF., marzo 1940, pág. 439 – 444. En la misma revista se nos hace la presentación de las densas páginas dichas ahora. Leemos: DEFUNCIONES. Con agrado y edificación leerán los Hermanos el trabajo que sobre el recordado Hno. Luperto ha escrito nuestro buen Hno. Septimio, inseparable compañero del difunto en las horas de dolor, animador de las conversaciones, para distraerle, y testigo de un cúmulo de acciones meritorias de un marista que suspiró por echarse en brazos del Venerable Fundador.”

Enfermedad Y Muerte Del Hno. Luperto.
El Hno. Luperto se trasladó a la villa a mediados de febrero. Para distraerle se le confió una lección en el Esclasticado, pero él, infatigable en el trabajo, pidió una más. Y las dictó, a fe, con aquel generoso entusiasmo y dinamismo que todos le conocían. Nada le costaba tanto como tener que dejarlas en ciertos días en que su dolor de cabeza arreciaba con extraordinaria agudeza.
Se empleaba al mismo tiempo en la corrección o revisión de algunas de las obras de nuestra Editorial. Ponía en esta tarea su escrupuloso sentido de la responsabilidad y su admirable intuición de la capacidad de las mentes infantiles. Nos ayudó además, con aquel tan atildado buen gusto y aquel entrañable amor a las cosas argentinas que le caracterizaban, a preparar las fiestas con que en la Villa solemnizamos la celebración de las dos máximas fechas patrias. Hallaba todavía margen para otras menudas actividades: entre ellas cautivaba sus preferencias la confección de un Mes de María, trabajo que ha dejado inconcluso y que un cariñoso sentimiento de veneración a su memoria nos ha decidido a concluir.

Era un trabajador incansable. Recuerdo que el día antes de recibir los últimos Sacramentos, ya en cama y con la vista muy apagada, me incitaba le fuera a buscar una lente de aumento pues deseaba compaginar un librito de lectura que tenía entre manos al caer enfermo.
El Hno. Luperto se acostó, para no levantarse ya más, el día 6 de agosto. Era un domingo. Por la mañana había asistido a la Santa Misa: se había, literalmente, arrastrado hasta la Capilla. (Traspasaba de compasión el verle ir a comulgar, agobiado de fatiga, sin lentes, pálido y avejentado hasta resultar irreconocible). Como saliera antes de concluirse la Misa, fui a su pieza apenas terminada aquélla. Se había echado sobre su lecho. “Estoy aplastado – me dijo: ya no me levantare de esta cama”. Y así fue. En ella quedó hasta las 7:30 del día de Navidad, hora en que entregó dulce y santamente su alma al Señor. Permaneció, pues, postrado en el lecho del dolor – que para él resultó serlo en un muy vivo y realizado sentido – durante 140 días.
Tuve el comparable consuelo – compartido con tres o cuatro abnegaciones más recatadas. – de asistirlo en ese largo y doliente final de su hermosa vida. Durante todo ese tiempo el llorado difunto retribuyó nuestros pequeños servicios con
El regalo imponderable dela más viva y emocionada gratitud: a la más nimia ayuda correspondía invariablemente con un: “Que Dios se lo pague, Hno.”, frase que no dejaba de pronunciar, reiteradamente, cada noche. —¡Hasta en aquella última tan fatigosa!— al retirarnos a descansar.

Lo que más agradecía eran las oraciones hechas a su intención: en muchas oportunidades al anunciarle otra novena o un nuevo ejercicio ofrecido por él, me contestaba sólo con un balbuceo entrecortado por los sollozos. A esa gratitud conmovida añadió el espectáculo cotidiano e ininterrumpido de su virtud purificada en el dolor, espectáculo que contribuyó a la admiración de cuantos le trataron, así Hermanos como extraños. Y aquí hay que dejar especial constancia del bellísimo ejemplo de caridad fraterna y de puro espíritu de familia que durante esos meses brindo la Casa San José. Incontables oraciones y sacrificios se ofrecieron al Señor para obtener su curación. Las varias secciones de la Casa competían en fervor y generosidad, virtud esta que revistió las más inesperadas y diversas manifestaciones. Sólo el Escolasticado hizo diez novenas, algunas de ellas a base de muchos sacrificios. Los siempre adorables designios de Dios eran otros; pero, si no se obtuvo su salud, parece indudable que tanta presión al Cielo contribuyera eficazmente a sostener las ejemplares disposiciones de que antes hablaba. Corazón marista, hijo verdadero del Instituto y gran devoto a San José, merecía realmente acabar sus días en la suave y tibia atmósfera de cariño y piedad con que la Casa Provincial lo envolvió. Apreciaba en su valor esa grande merced y daba por ella continuas gracias al Señor.

Los médicos le habían desahuciado definitivamente. Tan grave nueva se le comunicó el miércoles 9 y la recibió con la más absoluta resignación, echándose con ternura en los brazos de Dios N. S. Pasó todo ese día, pese al enloquecedor dolor de cabeza que le atormentaba, en sentimientos de la más inflamada piedad. Sólo se lamentaba de que no se lo hubieran dicho antes: “¿Miedo de morir? Pero ¿Por qué lo voy a experimentar? ¡Si me hice religioso para tener una muerte tranquila!”. Esta expresión fue una de las más asiduas en sus labios durante toda su enfermedad. Y, sinceramente, no tenía ningún temor a la muerte. Se hablaba de ella con tanta naturalidad en su presencia, que muchos Hermanos y exalumnos quedaban, de primera intención, sorprendidos y casi esbozaban en su rostro un llamado a la discreción al descomedido que así perturbaba al enfermo. Pero no había tal: le gustaba hablar de la muerte; quería que se le hablara de ella; deseaba – condicionado dócilmente ese deseo de la voluntad divina – morir. Tenía un sentido muy dulce y cristiano del morir: por la estrecha correspondencia con sus sentimientos, quiso que le leyera y releyera aquel delicado capitulo: “la…”, que trae el libro “La Oración de todos los momentos” del P. Charles.

La noche del 9 se sintió mal. Ese mismo día había tenido el ataque de hemiplejia el Hno. Francisco. El Hno. Luperto lo supo. Después del rosario, al que siempre había de contestar piadosamente, me pidió rezara otro para el Hno. Francisco. “Sufro mucho, me decía esa noche, pero ¡estoy tan contento!… Pero lo estaría más si hubiera recibido ya los últimos Sacramentos”.
Estos se le administraron al dia siguiente en una ceremonia edificantisima que arranco lagrimas a cuantos la presenciaron. El fervor, la uncion y hasta la alegria con que los recibiono es para descrita. Estaba en plena lucidez y siguió la ceremonia en todos sus detalles contestando las preces con tono tembloroso y conmovedor. Antes de recibir el Santo Viático renovo los votos y luegos, al insinuarsele una pregunta del ritual, pidió, con voz arrasada, perdón a todos aquellos a quienes hubiera podido ofender, declarando humildemente que él también olvidaba a cuantos hubieran podido quererle mal: “Pero ¡Cómo no! Les perdono de todo corazón, con toda mi alma”. Recuerdo que al fin colmada su alma de consuelo, llamó al Hno. Director y le dijo: “Cuando escriban a mis padres no les digan que he muerto. Diganles que Cesar a resucitado; que ha ido al cielo y que les espera alla”.

El buen Hermano creyo que moria esa misma semana. Se estaba en la novena de la Asuncion. Su gran devocion a la Santisima Virgen hacia que lo deseara, aunque cvreia no merecer tal gracia: “Oh si pudiera morir en esta novena… Pero nom soy demasiado indigno… Además les entristeceria la fiesta”. Al dia siguiente me dijo: “Si me muero en estos días, canten el dia de la Asuncion la Misa más solemne que sepan. ¡Ah! ¡Como me gustaria que cantaran un Te Deum despues de mi muerte para agradecer a N. S. la gracia de la perseverancia”.
Se le dijo que en esa novena se pedia su curacion. Lo agradecio vivamente. Y añadio: “Hagase lo que Dios quiera. Estoyt resignado, completamente resignado a lo que El disponga. Estoy contento, tan contento, que entre morir o seguir viviendo, prefiero morir. Pidan la curacion del Hno. Francisco; a mi dejenme ir al Cielo”.
Vivió, sin embargo, cinco largos meses todavía. Cinco largos y dolorosos meses, durante los cuales no le abandonó un punto su ardiente piedad ni flaqueó su entera conformidad con el querer divino. ¡Y que meses! Al violento dolor de cabeza se sumaron los mas diversos y crueles sufrimientos: la uremia le ocasionó unos edemas tan molestos que a cada momento le producían la impresión de que iba a estallarle la piel de las extremidades.

El médico intentó cortar el progreso del mal practicándole varios drenajes. Estos resultaron extremadamente dolorosos: le fueron clavadas en la carne viva, primero en los pies y después en las manos, seis gruesas cánulas –gruesas como agujas de coser arpillera-. Durante 2 días quedo, pues la operación le reducia a total inmovilidad, como crucificado. No se le podía mirar sin estremecerse de pena. No se le escapo, sin embargo, ni una queja, ni dejo traslucir en su rostro un asomo de acritud. Nunca le vimos ni mas resifnado ni mas fervoroso en sus plegarias que en esos días de extraordinario sufrir.

Otro achaque, abrumador y fatigoso, fue la asfixia, la que le hizo pasar muchas noches sin dormir y que había de obligarle a permanecer los últimos diez días de su vida sentado en la cama sin poderse acostar. Tuvo dos graves ataques de asfixia: el 21 de septiembre y el 24 del mismo mes. Este último comenzó a las dos y media de la madrugada y duro hasta las 9 de la noche. Estaba en una situación menos dolorosa pero más molesta que en el caso de las punciones: pero nos volvió a edificar con su invariable paciencia y su espíritu de piedad. Respiraba artificialmente. Al llegar a las 5 y media de la tarde se acabó de repente, pese a la garantía que nos había dado el farmacéutico, el tambor de oxígeno. Hubo que pedir otro, precipitadamente, a la farmacia. Para colmo se desplomaba en esos instantes una lluvia torrencial. Pasó, pues, cerca de una hora respirando con extrema dificultad el poco aire que le podíamos suministrar abanicándole. Pues bien, una vez solucionado todo le dije: “Vd. Nos va a perdonar, Hno. Luperto, este descuido. Ya ve que ha sido enteramente involuntario”. Entonces con la poquita voz que esa tarde tenía, me respondió: “Pero, ¿Qué dice Hno.? No se imagina la pena que yo sentía por Vds. Al verlos, por mi causa, en un trance tan apurado. Son Vds. Los que me tienen que perdonar el que les cause unas molestias tan grandes”.
Su cuerpo llego a ser un retablo de sufrimientos. Los males se sucedían y se complicaban sin tregua. Su enfermedad resulto una verdadera analogía de achaques. Todos los aceptaba con idéntico espíritu. “El Señor me envía tantos dolores porque yo no era capaz de imponerme por mi mismo las penitencias que merecía”, comentaba a veces.

Vamos a decir ahora, antes de narrar las circunstancias de su bella muerte, algo sobre la notable piedad del querido difunto. Incluiremos en este apartado algunos detalles de su devoción al Vble. Padre Champagnat.
El Hno. Luperto Fue un hombre trabajador. Un infatigable obrero de la viña del Señor. El testimonio de cuantos lo conocieron es, en este sentido, unánime. Y fue también, a fuer de buen religioso, un hombre de mucha oración, de encendida y fervorosa piedad. De una piedad a la antigua, de primitiva sencillez: era un hombre de muchas novenas, de bonitas estampas y medallas; un hombre que gozaba inmensamente de las bellas ceremonias litúrgicas. Y su piedad era autentica, pues resistió la prueba del sufrimiento, aquilatándose y acendrándose en ella.
Los seis meses que pasó en la Villa antes de caer definitivamente en cama, fueron de provechosa edificación para todos. Sabíamos, a veces, que su dolor de cabeza era atroz o que no había dormido en toda la noche: sin embargo, estaba arriba a las cuatro y media y seguía puntualmente los ejercicios de comunidad. ¡Cuántas veces pondere, en ese tiempo, hablando con otros Hermanos, la viva piedad del Hno. Luperto! Después, siendo su afortunado enfermero, apenas lo hacía: encontraba que mis elogios eran excesivamente fríos, desmerecedores de aquella elocuente realidad, y optaba por silenciar mi admiración.

La piedad fue su sostén. Comulgaba todas las mañanas con gran gozo de su alma. Los dos primeros meses se preparaba y cumplía la acción de gracias solo: a veces su devoción no se contenía y lo hacía en voz alta. Más tarde, ya débil, me pidió le rezara yo esos actos: el los seguía con la mayor atención.
Aunque se resignaba enteramente a lo que el Señor disponía, no podía menos de lamentar muchas veces no poder oír la Santa Misa. Los días de fiesta era particularmente doloroso tener que decirle: “Hasta luego, Hno. Luperto. Voy a la Misa”. Casi siempre al regresar a su pieza lo encontraba llorando. Nos había pedido arbitráramos algún medio para transportarlo a la capilla el día de la Inmaculada: hubo que renunciar a ello, pues unos días antes de la fiesta entro en aquella curva final que había de llevarlo al sepulcro.

Como Director le gustaba inmensamente preparar los niños de la Primera Comunión. Lo había hecho muchas veces y ese recuerdo le llenaba de consuelo. “Preparar los niños a la 1ª Comunión ha constituido una de las dichas más grandes de mi vida. ¡Cómo me gustaba ir descubriendo en el brillo de sus ojitos como un reflejo del amor de Jesús que se encendía en sus almas”, me dijo una vez. “La cosa que más sentí al salir de Mar del Plata, contaba otra vez, fue el tener que renunciar a preparar allí la 1ª Comunión, tan numerosa: 70 niños”. A fines de 1938 estando aun en la Editorial, tuvo una gravísima crisis. En el delirio creyó comparecer frente al divino Juez. Entonces —así clásico de nuestro Instituto— se figuró tener en las manos la libretita donde anotaba el nombre de los primeros comulgantes por el preparados; los Hermanos que le rodeaban le oyeron decir: “Si, Señor, ya sé que son pocos. Pero Vos no me habéis dejado preparar más”. A fines de septiembre tuvo lugar la 1ª Comunión en Lujan: ese día ofreció su Comunión y paso toda la mañana orando por los dichosos primeros comulgantes; cuando oyó el jubiloso repicar de las campanas no pudo contener las lágrimas. Ha dejado sobre esto, preciosos apuntes, varios resúmenes de las instrucciones que dejaba a los pequeñuelos y el esbozo de un Catecismo para la 1ª Comunión.
Cada mañana me pedía le rezara un acto de unión a todas las Misas que había que celebrarse durante el día; parecido favor me pedía a la noche antes de ponerse a dormir: “Réceme aquel ofrecimiento tan lindo”, me solía decir.

Poseía una hermosa colección de jaculatorias con las que solazaba sus largas horas de dolor o soledad. La que más reiteraba, además de la invocación al Vble. Padre, era esta: “Virgen María, tierna Madre mía, rogad a Jesús por mí”. “Cuando entre en agonía y no tenga ya sentido, dígame al oído muchas jaculatorias”, me recomendaba con frecuencia.
Amaba con singular afecto al gran San José. Cuando en 1928 visitara a sus padres les llevo de obsequio una bonita estatua del Santo que coloco en el jardín, haciéndoles prometer que acudirán ante ella en todas sus penas y que la conservarían de continuo adornada de frescas flores.
Me hablaba un día del voto de estabilidad. “Solo la tarde anterior a su emisión supe que había sido llamado a hacerlo”, me dijo. “¿Y Vd. que pensó entonces?” le pregunté. “Quede convencido, me replico con naturalidad, de que era una gracia de San José, porque yo era el Director de su Colegio de Mendoza”.
Nunca se olvidaba de las letanías de San José que, por Regla, rezamos dos veces por semana después del rosario. Recuerdo que una tarde las omití, con su consentimiento, para poder asistir a la Bendición. Al día siguiente antes del rosario me dijo: “Acuérdese que tenemos una deuda con San José”. Y las rezamos.

Le dije un día, poco tiempo antes de su fallecimiento: “Hno. Luperto, Vd. morirá pronoto. Al que ha sido su compañero durante esta postrer enfermedad, le tiene Vd. que legar como recuerdo alguna practica de piedad, que sin ser reglamentaria, haya observado con especial cariño”. Reflexiono unos instantes y me respondió: “¡Cómo no! Ya que me lo pide le recomiendo estas dos pequeñas devociones: la novena mensual de los 24 Gloria Patri a Santa Teresita y el ejercicio de los 7 gozos y 7 dolores de San José”. Y añadió: “San José es muy bueno, pero no se le reza bastante”. Tengo un “Directorio de la piedad sólida”: la pagina 378 que trae la “Oración a San José de un Hermano Marista” ostenta las pruebas claras de una frecuentación asidua.
Lo invocaba con gran ternura. Recuerdo que al llegar a la “oración a San José” que formaba parte de nuestro ejercicio de la noche, solía ya notar una intensificación de su fervor que se expresaba en el tono con que la recitaba. ¡Y cuanto deseo morir un Miércoles! Es un rasgo habitual de los devotos de María Santísima el que pidan morir en Sábado. Y es un caso frecuente en el Instituto: el del piadoso deseo y el de su graciosa y cumplida satisfacción. Menos frecuente de múltiples recursos, es desear fallecer un Miércoles: pues, tal es el caso del Hno. Luperto.

Su devoción al Padre Champagnat era inusitada, extraordinaria, filial en el pleno significado de la palabra. (“¡Padre querido! ¡Padre querido!, le oí exclamar muchas veces). Su nombre no se separaba de sus labios, ni su vista se apartaba de la estampa que tenía siempre a su lado o del cuadro que presidís su pieza. Cuando le cerraba la ventana me solía advertir le corriera las mirillas de las persianas para que la luz incidiera sobre ese cuadro y lo iluminara.
Su última invocación de cada noche era para el Padre Champagnat: una vez arreglado todo y antes de echarse definitivamente a descansar me requería invariablemente su imagen y la cubría de besos. Una mañana me contaba lo mal que había pasado la noche anterior: “Pero en realidad no sufrí mucho, termino diciendo, porque estuve toda ella hablando con el Vble. Padre”.
Se había hecho traer una vida del Vble. Padre para ojearla no bien recuperara el vigor de la vista y el dolor de cabeza le permitiera leer.

“Cuando esté en el Cielo voy a estar siempre al lado de él. ¡Cómo le voy a mirar y admirar y rogar por los Hermanos de la tierra!”, me decía. “Morir en el año de su centenario. ¡Oh, que gracia! ¡Llamarme a mí, al más indigno y chiquito de sus hijos! ¡Qué gran abrazo le voy a dar cuando lo vea por vez primera!”.
“Prefiero morir, nos confesaba con frecuencia. Pero si el sanarme redundara con gloria del Vble. Padre, elijo esto último”. Se pidió insistentemente un milagro del Vble. Padre y el buen Hno. Colaboro con esa espiritual campaña con la más firme confianza. Hizo diez novenas al Vble. Padre: los ejercicios de estas novenas eran sagrados y por ningún concepto los omitía, como tampoco la oración para pedir la beatificación del Vble. Padre, que se reza al mediodía, después del Ángelus. (El último ejercicio de estas novenas lo hizo media hora antes de su dichosa muerte).
“Le he pedido – nos dijo varias veces – al Vble. Padre que si me sana me conceda igualmente dos gracias: la primera ser hasta la muerte un ferviente religioso; la segunda, ser un grande e incansable apóstol de su nombre”. “Lo primero que leeré será la vida del Padre Champagnat”.

El nombre del Padre era el gran alivio de sus ataques. ¡Como lo invocaba! Una noche en que sufría con exceso quede haciéndole compañía: me hizo rezar no sabría cuántos rosarios de jaculatorias invocándole, y recuerdo que todavía su presencia de espíritu y su caridad le sugirieron la idea de duplicar así las jaculatorias: “Vble. Padre
Champagnat, rogad por el Hno. Francisco y por mí”. Varios Hnos. fueron testigos, en el ataque que precedió a su muerte, de una manifestación final de su predilección por nuestro Fundador: se hallaba notablemente abatido, rezábamos a su alrededor; el Rdo. Hno. Provincial entonaba las plegarias, a las que el enfermo, en su postración, apenas contestaba; pero al oír en una de esas, el nombre tan caro a su corazón, pareció recobrarse y respondió con toda la fuerza de su voz desmayada.
Y no era esta ardiente devoción a nuestro querido y santo Fundador un recurso interesado, pues sabemos positivamente que por sí mismo no tenía ninguna ambición de seguir viviendo. Tampoco era una pieza aislada en su espíritu, sino que integraba todo un sistema noble y tiernamente organizado: su gran amor al Instituto. Amor este que se resolvía, desde que era genuino, en mil detalles reveladores: los nombres, las fechas, las costumbres, el hábito marista, todo lo nuestro, en fin, cautivaba sus preferencias. Guardaba la cruz de su profesión con la cual, como había pedido, fue sepultado. (Yo la llamo la cruz millonaria: la tenía cargada de indulgencias. Con ella, durante su enfermedad, le hacía cada viernes el ejercicio del Vía Crucis). ¡Bello ejemplo, consolador y confortante, especialmente en estas horas de tantas amargas deserciones!

A propósito de este amor al Instituto creo ilustrativo reproducir dos pasajes de una extensa poesía suya, fechada en Lujan, el 23 de septiembre de 1920, en la cual el intimo aire de sinceridad acendra cualquier imperfección puramente externa. Se titula “Hacia el pasado”. Lo hallamos entre sus papeles. Expresa sentimientos de su primera juventud, los que hubiera, en cualquier momento, rubricado con parejo entusiasmo. Es lástima que no podamos reproducirla entera: ello alargaría exageradamente esta crónica. Dice así: “¡Quien me diera la alegría, aunque fuera de un momento, de la hora venturosa en la que el hábito marista me trocaba en hombre nuevo!… ¡Que delicia y que contento seguir la huella soberana del Infinito Artista!”

Más adelante, trocando el tono y metro, canta así el júbilo de su profesión perpetua:
“Quedaba otro día de ventura y que el alma pura divisaba en lontananza cual rumbo dijo: ¡La aurora de alegrías perfumada! ¡El alma embelesada y el pecho ostentando el Crucifijo!”.

Una infaltable alusión al dulce Fundador, una piadosa invocación a la Sma. Virgen: (“guarda al Marista en el santo sagrario de tu bondadoso y fiel corazón”) y esta ardorosa oración final: “¡Santa Cruz! Signo santo de redención y gloria, si en aciago día siguiera un rumbo incierto, que tu Efigie Divina reanime mi memoria: porque abandonarte yo, ¡jamás!… ¡mil veces muerto!”.
No se crea –pudiera tal opinión trascender del conjunto de este relato- que la piedad del querido difunto fuera sentimental en exceso, empalagosa quizás. No: de ninguna manera. Los que conocieron al Hno. Luperto saben lo efusivo de su alma; pero, también recordaran que no era un temperamento inclinado a exagerados deliquios. Y ese mismo hermoso equilibrio, regimentó a toda su piedad de enfermo. Además, la recia –heroica- serenidad con que soporto tan crueles dolores es seña de que el fervor externo era sustentado por bien conocidos y vigorosos fundamentos. Eso dicho, sigamos.

Guardaba un recuerdo gratísimo del 2º Noviciado, que marcara fecha en su vida. Había sido allí su compañero el tan simpático mártir de Badajoz, el Hno. Aureliano; compañero y amigo. “¡Como le voy a felicitar cuando lo vea!”. Nos confiaba una vez.
No podía hablar de la perseverancia sin prorrumpir en acciones de gracias al Señor. “Lo que más me consuela en estos momentos –lo dijo a muchos Hermanos- es haber perseverado hasta el fin. ¡La perseverancia: que gran misericordia del Cielo!”. A su paso por la Argentina, siendo el Hermanito, el Hno. Marie Charles le había enseñado una breve plegaria para implorar la santa perseverancia en el momento de la Elevación. Pues bien, el buen Hermano no había asistido a una sola Misa, desde el día en que le aprendió hasta aquella final del 6 de agosto, sin recitarla devotamente.

El día antes de fallecer le llego providencialmente una particular bendición del Rvdo. Hno. Superior General. Fue un acontecimiento para su espíritu filial. Lleno de júbilo y consuelo repetía: “¡Una bendición! ¡Que gracia!”. Tan increíblemente contento estaba que nos costó trabajo persuadirle de que tenía que comer alguna cosilla al mediodía: ¡no quería ni almorzar!”.
Al promediar el mes de diciembre adquirimos la clara persuasión de que la crisis decisiva se aproximaba. A partir del 14 ya no pudo acostarse: se sentaba alternativamente en la cama y en el sillón. La hinchazón de sus extremidades aumento desmesuradamente; en tal forma que no le era ya posible disponer de sus piernas. Cualquier movimiento le postraba de cansando. Cada jornada que transcurría era una larga cadena de alternativas que dejaban como saldo una más definitiva acentuación de su descenso. Y así llegamos al 25.
Había suspirado por morir un Sábado o un Miércoles: el Señor tenía reservada para su buen siervo una fecha más venturosa y envidiable. La Nochebuena era su cumpleaños: 42 años, ¡Toda una expresión de plenitud!
No observamos nada de alarmante dentro de su extrema gravedad. “Esta es la segunda Navidad que celebra en cama. Nos decía – ¡Oh si el Niño Jesús quisiera llevarme esta noche!”

Pidió comulgar después de la Misa del Gallo. El Padre Capellán accedió a ello, advirtiéndole tuviera la intención de hacerlo como viatico.
¡Providencial petición y no menos providencial recomendación! Cuando le comunique la grande noticia se llenó de piadoso contento.
A las 9 le puse la última inyección. Durmió solo unos contados minutos, pues un extraño catarro que le aquejaba desde días atrás, había acrecentado la tarde anterior su virulencia y amenazaba ahogarle. No podía conversar con él; habar le originaba fatigosos accesos de tos. Me reiteraba, sin embargo, su deseo de morir esa noche. Pocos minutos antes de la Misa del Gallo le visito otra vez el Rdo. Hno. Provincial: en esos momentos parecía dormir.

Tan distantes estábamos de sospechar que ya se nos iba, que durante la Misa y para ahuyentar su tristeza (y la mía también, pues me costaba enormemente –lo digo con confusión- resignarme a no asistir al cautivante oficio de medianoche) me entretuve, violentándome, en contarle no sé qué reedición, de ciertos cuentos e inocentes chistes que sabía le gustaban mucho. ¡Que el Señor me perdone! El buen Hermano ya no reía.
Fui a comulgar y asistí a la llamada Misa de Aurora. Cuando regrese a disponerle para la Comunión se me anticipo con estas palabras “Por esta vez no me rece los actos. Me voy a entretener sólo con el Niño Jesús”. Un buen rato después le interrogue: “¿Qué cosa especial le ha pedido al Niño Jesús en esta Comunión?” A lo que me contesto: “Ya se lo diré hoy durante el día”.
A las tres y cuarto vino a relevarme el Hno. Director del Escolasticado. Había transcurrido diez minutos cuando, súbitamente y con la consiguiente sorpresa de su acompañante, pidió el enfermo ser acostado, pues se sentía muy mal. Apenas echado en cama, junto las manos y exclamo en voz alta y lenta: “Señor en tus manos encomiendo mi espíritu”. Requirió en seguida la presencia del sacerdote, quien, a su solicitud le dio la absolución general. Se convocó igualmente al Rdo. Hno. Provincial, al Hno. Director de la casa y al Hno. Mariano.
“Recen, recen, Hermanos”, imploro. Se recita el santo rosario, las letanías de la Sma. Virgen y las invocaciones que le sabíamos más gratas. Al alcanzar el tercer misterio —el Nacimiento de Jesús, precisamente— esbozo un leve gesto para detenernos y con entera tranquilidad se despidió, uno por uno, de los seis presentes. “Adiós, Hno. Provincial; adiós, Padre; etc.”.

Desde entonces, solo volvió a hablar tres veces. La primera, a las cuatro y media: “¡Que largo es morir! ¡Qué largo es morir!”, repitió.
La segunda vez, dos horas más tarde; a las seis y media. Al tocar la campana de comunidad, en voz semiapagada, dio el Laudetur. (Ejemplar costumbre que observara puntualmente en todo el transcurso de su penosa enfermedad. Al Rdo. Hno. Provincial le correspondió, en la época en que el paciente fue velado, contestarle a nuestra tradicional consigna de comunidad).
A las seis y cincuenta rezamos la Salve y seguidamente, el último ejercicio de la novena al Vble. Padre. Al finalizarlo, quedo musitando casi imperceptiblemente sus palabras postreras: “Señor, hágase vuestra voluntad; hágase vuestra voluntad”.
Le veíamos tranquilo, bañado su rostro de apacible serenidad. Pensábamos que había superado el durísimo trance. Le preguntamos varias veces si se sentía más aliviado, a lo que asentía con un ligero movimiento de cabeza. Nadie hubiera aceptado que se trataba, en verdad, de una dulce agonía.
A Las siete y veinticinco arrojo una bocanada de saliva. Intrigado lo llame por su nombre. Como no diera señales al oír, lo volví a hacer por dos veces y alzando la voz. Comprendí en que estábamos y salí, disparando, para llamar al Padre Capellán. No bien abandone su cuarto entrego al Señor su hermosa alma. Eran las siete y media. En ese instante tocaba el Ángelus. Recogieron su último suspiro terreno, el Hno. Director del Escolasticado y el Hno. Eladio Ángel.

Boletín Escolar EL AMIGO, Marzo/1940.
En lo mejor de su vida, y cuando el Instituto Marista más esperaba del el, paso a mejor vida el querido y recordado Hermano Luperto.
Nacido de cristiana familia en San Gregorio de Sassola, pintoresco pueblo de la provincia de Roma, inicio su vida religiosa en el juniorato marista de Mondoví (Italia), de donde vino a la República Argentina, para continuar y completar su formación científico-religioso-pedagógica.
Dio comienzo a su misión de educador apóstol en la escuela de San Vicente de Paúl, de la Capital Federal, fue sucesivamente Maestro de grados, profesor en los Años Nacionales, Director y Colaborador en la editorial H.ME.
Sus exalumnos le recuerdan con cariño, pues han visto en el siempre hermanados al profesor, al educador, al apóstol. En el ejercicio de su misión cosecho brillantes éxitos, porque la ejerció con una dedicación digna de la noble causa de la educación cristiana de la juventud.
Fue Director del Colegio San José de Mendoza, donde dejo imperecedero recuerdo, del Colegio Ntra. Sra. de Lujan y el Instituto Peralta Ramos.
A los pocos meses de haberse hecho cargo de la dirección de este último establecimiento, cayo gravemente enfermo. Se le traslado a la Capital Federal; mas, a pesar de los solícitos cuidados que le prodigaron expertos facultativos, no pudo detenerse el avance del mal. A mediados de año retiróse a la Casa San José de Lujan, donde falleció en la madrugada del día 25 de diciembre último, día en que la Iglesia celebra la solemne festividad del Nacimiento del Niño – Dios, y el Hno. Luperto cumplía los 42 años de edad.

Dotado como estaba de excepcionales condiciones, hubiera deseado trabajar mucho tiempo aun por la formación integral de la juventud que frecuenta los colegios maristas. Mas el Señor se contentó con su inmenso deseo, y llamóle a si para darle la merecida recompensa.
Los que le atendieron durante su enfermedad, dan testimonio de su sincera piedad, pues esos días fueron una oración continuada, y de su paciencia a toda prueba. Un testigo nos escribía: “Acabamos de asistir a la santa, dichosa y ejemplar muerte del querido Hermano Luperto”. Si la muerte es el eco de la vida, una tal muerte es el más elocuente testimonio de la vida santa que llevó.
Después de celebrarse la misa de cuerpo presente en la Capilla de San José, sus restos fueron trasladados al Panteón que la Congragación Marista tiene en el cementerio de Luján, donde descansan casi todos los muertos de la provincia marista argentina. Allí esperan el día en que sean glorificados juntamente con su alma, que, purificada por tan larga y penosa enfermedad, y por haber enseñado a tantos el camino del cielo, goza ya de la vista de Dios.
Los exalumnos del Colegio Ntra. Sra. de Lujan, se hicieron un deber de acompañar hasta su última morada, al que apreciaban en todo su valor. El Presidente de la Sociedad, los despidió con sentidas palabras en nombre de todos.
EL AMIGO, que contó en el Hermano Luperto un asiduo colaborador, admirador y propagandista, pide a sus amigos una plegaria por el alma de este celoso apóstol de la juventud argentina.
Con la muerte del Hermano Luperto queda un claro en las filas de los apóstoles de Cristo.

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