ROSEY

“Marcelino Champagnat nació el 20 de mayo de 1789, en la aldea francesa de Rosey, en una familia en la que habría de ocupar el noveno lugar entre diez HERMANOS. A las pocas semanas estallaba una REVOLUCIÓN en el país. Una guerra, un hombre y tres mujeres contribuyen a modelar su carácter”. Con estas palabras comienza la biografía de San Marcelino, escrita por el Hno. Sean Sammon, titulada “Un corazón sin fronteras”… y es así. Las coyunturas de la historia, la geografía, su familia y el entorno social donde nació y se crió Marcelino dieron a su temple una nota original. Rosey era una aldea de apenas quince familias vecinas que vivían a un kilómetro del pueblo de Marlhes que era su municipio. 

Allí nació Marcelino y sus nueve hermanos, cuatro de los cuales murieron antes de 1804 a edades muy tempranas. Su PAPÁ, Juan Bautista, era un agricultor de clase media cuya formación intelectual era superior al entorno. En un primer momento, fue uno delos que adhirieron a la Revolución de 1789. No obstante, pasado el tiempo, parece que aquel primer ardor a favor del movimiento se fue diluyendo, y comenzó a rechazar los excesos cometidos como la decapitación del rey, el reclutamiento forzoso a filas y la orden de búsqueda Y captura de sacerdotes y soldados fugitivos. Juan Bautista, muy hábil para las labores del campo y otros oficios, había construido un molino sobre el arroyo que corre desde Rosey a Marlhes. Es fácil imaginar a Marcelino y sus hermanos, acompañando a su padre en las tareas cotidianas, haciéndolas actividades manuales, siendo el PASTOR de los animales, y trasladando de granos para vender.La economía del HOGAR era ejercida con mano austera por su MAMÁ, María Teresa Chirat. Persona prudente, de temple firme y decidido. Necesario para criar a los tres varones y tres mujeres que llevó hasta la edad adulta. Caracterizada por su total integridad, una FE inquebrantable y el amor al trabajo, esta mujer inició a su hijo tanto en los valores humanos, el respeto y la disciplina como en la práctica de la oración y así encendió en él la primera llama de VOCACIÓN

 

Su TÍA, Luisa Champagnat fue la segunda mujer que tuvo parte en la educación de Marcelino. Religiosa de las Hermanas de San José y hermana a su vez de Juan Bautista, fue exclaustrada del convento por el nuevo gobierno, y se mantuvo fiel a su vida consagrada en el seno de la familia durante el período en que arreció la agitación revolucionaria. Luisa se hizo cargo de la formación del niño; probablemente fue ella la primera que le inspiró el deseo de conocer y amar a Jesús y María y el modelo de una espiritualidad en el que la vida de oración se funde con la actitud deservicio a los demás. Nada sobraba en la casa de los Champagnat, donde primaba la SENCILLEZ. El pan se ganaba con el sudor del TRABAJO y la colaboración entre todos. La vida de hermanos entre los más pequeños oscilaba entre las ayudas a las tareas de la casa y la recreación propia de los niños de esa época. El clima recio de la zona ubicada en una meseta a mil metros de altura dejó también huellas en el carácter de Marcelino. Sus ojos estaban acostumbrados a las praderas, los arroyos tranquilos y los bosques de pinos. Pero también a los caprichos de una naturaleza que a veces, puede ser peligrosa sobre todo en esos inviernos crudos que hacen resistentes a sus habitantes y los adiestra en la tenacidad, la capacidad de adaptación y la fortaleza.


Una nota no menor, fue su experiencia escolar. Es sabido que el acceso a la educación soñado por la revolución, no fue uno de sus logros. El clima de agitación interna y la guerra, no había contribuido a que el Estado se interese por la educación. Marcelino asistió a la ESCUELA poco tiempo. No consiguió demostrar mucha capacidad para el estudio formal. Tampoco se sentía muy motivado al ver el trato brutal que los maestros infligían a sus discípulos. A la edad de once años luego de una experiencia de mal trato del MAESTRO a uno de sus compañeros, prefirió el trabajo de la granja al mundo de los libros. Más tarde, al ingresar en el seminario a la edad de dieciséis años, llevó consigo esta carencia de formación. Deficiencia que sería una cruz para él a lo largo de toda su vida. En 1803 llegó un sacerdote a Marlhes con la intención de buscar jóvenes que quisieran ingresar en el seminario. El P. Allirot, párroco local, confesó que él no veía a nadie que le pareciera adecuado. Sin embargo, después de pensarlo unos instantes, sugirió al visitante que, tal vez, valdría la pena intentarlo en la familia Champagnat. Entre los hermanos varones que vivían en la casa paterna, sólo Marcelino mostró algún interés ante la propuesta de prepararse para el sacerdocio. De todos modos, el joven era prácticamente iletrado. Podía expresarse bien en el “patois” -dialecto regional del entorno de Marlhes-, pero tenía serios problemas con la lectura y escritura del francés, y esto era un requisito previo para abordar el estudio del latín y otras materias. Así y todo… en Marcelino se encendió la llama de la vida entregada a Dios y sus hermanos a través del sacerdocio. Una vez tomada la decisión de iniciar el camino del sacerdocio, Marcelino se propuso adquirir la debida formación. Con esta intención se procuró la ayuda de Benito Arnaud, esposo de su hermana María Ana. Durante un buen tiempo, Marcelino se trasladó a la ciudad de Saint Sauveur, a vivir en la casa de su hermana para intentar progresar en los estudios básicos. Los avances, sin embargo, eran lentos, y el joven no parecía prometer gran cosa. Hasta que un buen día el maestro le aconsejó formalmente que dejara los estudios y dedicase su vida a otros oficios. Como si esto fuera poco, la muerte repentina de su padre, acaecida en 1804, vino a sumarse a los contratiempos sufridos por Marcelino. Teniendo que soportar la frustración en los estudios, y ahora el fallecimiento del padre, seguramente pensó en regresar a casa para ayudar a llevar adelante la granja familiar. Sin embargo, por alguna razón, se afirmó en la idea de continuar estudiando. Quizá más importante que su mejora académica, lo que le ofreció su estadía en la casa de su hermana, fue el contacto con el cura del PUEBLO, el Padre Soutrenon. Este sacerdote vivía pobremente, y era extraordinariamente sensible a las necesidades de sus parroquianos. Hablaba con ellos en el dialecto de la región, y no dudaba en arremangarse la sotana para echarles una mano en los trabajos de la labranza. Quizá un espejo donde años más tarde Marcelino se volvería a mirar.

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